(una visión de nuestro pueblo en la década de 1960)
Sesga la carreterita que arranca de Santa Marta el llamado puerto de Calado y ya puedes contemplar, traspuesta Sierra Calera, un valle ancho, bucólico, al modo que es familiar en nuestra tierra, con zonas cubiertas de pasto y siembra de cereal, y si hay bosques, es el encinar, los olivos, las higueras y, en los recuestos descarnados, unos almendros retorcidos, "finos, sensitivos", esto es, azorinianos. Te detienes y, a la izquierda -lo indica el nombre del propio paraje: Tomillares, tornas una ramita olorosa, para estrujarla en las manos, o lo que es lo mismo, el tomillo salsero, para aliño de olivas, que se llevan la palma en el gusto de los entremeses.
Mínimo y dulce, aparece un pueblecito en la nava inmensa: La Morera. Y ¡qué curioso! Casi en línea, enfilas poblaciones con nombres de una rara coincidencia forestal: Nogales, Almendral, La Morera, La Parra ... Nosotros vamos ahora a La Parra, un lugar que presentimos incluido en la definición de "pueblo dormido", de Aulo Gelio, uno de esos pueblos "que pueden dormir con sus virtudes", estático y callado, lejos del bullicio moderno. Blanco, en el comienzo mismo de la falda serrana, alarga su caserío; subes sus calles, te detienes, cenizas, buscas el por qué de tus noticias: de aquí salió mucha y egregia gente. Cabeza de arciprestazgo y villa antigua del señorío de los Suárez de Figueroa, ya antes la apetecieron los Templarios. Todavía te señalan: "Mire, ahí están los restos de lo que fue palacio de Templarios". Un muro terroso, con restos de recinto adintelado; tras de él, un solar que ahora perforan y allá en lo hondo dan con abundante caudal para el suministro público, aunque antaño no fuera éste, en realidad, el gran problema: no muchas décadas atrás, bajaba el agua por sus calles, con sangrías dispuestas para el riego de los huertecillos caseros. Y hemos visitado precisamente uno de esos huertecillos urbanos que existen en la Parra; está un poco triste, abandonado, sin el cuido y mimo de su dueño antiguo; todavía quedan los viales, los arriates, los entoldados; pero ni los rosales, ni los laureles, ni los naranjos, tienen el lustre que les daba la caricia del viejo hidalgo que los cultivaba, celoso de su bien.
Hay, naturalmente, que visitar la iglesia; en cada pueblo os llevan al templo parroquia1 para que contempléis sus imágenes, sus retablos, sus ornamentos. ¡Que!, parecen decir, mientras os miran. Aquí es bonita, hoy remozada, de nueva solería de muros albos, recientísimos. Tiene tres naves, de bóvedas nervadas, arco frontero apuntado y aire gótico, como las portadas, de austera sencillez. La torre, que está inconclusa, achaparra el conjunto y menoscaba un tantico la impresión que produce, sabiendo no obstante que tuvieron predicamento religioso sus regidores, erigidos en arciprestes de catorce pueblos adscritos y con silla en la Catedral de Badajoz y en la Colegiata de Zafra. Propició este clima señero la posibilidad de que en su interior existiese una imagen de admirable entalladura, el Santísimo Cristo de las Misericordias, elogiada de los doctos.
Otra imagen que centra devoción local es la de San Juan, que tiene ermita en el extrarradio; de alabastro finísimo, traslúcido, dejó sentir su peso como si fuese de plomo para mostrar su deseo de no continuar viaje a Badajoz y quedarse en este lugar, con templo y veneración. Te acercas a su santuario y tocas, en rito tradicional, la campana para dar a conocer en la villa tu visita. Y agitas también, por no ser menos, hasta escuchar una liviana campanilla interior, la imagen de San Blas. Muy antañona esta ermita, ancha, vasta, con porches y dependencias diversas, anexa un pequeño coso para celebrar las fiestas en honor del titular, ostentosas y concurridas otros tiempos.
Subes al campanario parroquial con ilusión de ver cosas, pero desde su altura sólo se domina una mínima parte del pueblo. Rumorean por aquí unas abejas, enjambradas en un hueco del muro; se oye insistente piar de gorriones y, estando como está a dos pasos el campo, se acerca algún que otro jilguero. Un gato sestea, indiferente, a la fresca de una sombra, sin duda acostumbrado a la pajareril algarabía. Por un caminito marginado de zarzamoras, avanza una niña que porta a pulso dos cubos con sus tiernos brazos. Al otro lado de ese camino arranca una eminencia con rellanos de hornos caleros, y más lejos se alza esta lúgubre celebridad: el Pico de la Horca. Vergara, en su Refranero geográfico, dice que esta horca "era tan celebrada como el rollo de Écija en Andalucía y el de Villalón en Castilla". Pasas, miras y remiras las calles, las plazas.. . ¿Ésta en que estás ahora? Plaza Vieja; en una esquina, modesto, insignificante, sin cosa mayor, aunque diferenciándose del conjunto, aparece el Ayuntamiento, con soportal de recia columna de piedra al medio. Vías estrechas y tortuosas que llevan nombres tradicionales y eufónicos: Altozano, Santa María, Santiago, De la Cruz, Feria. Encuentras acá y allá piedras blasonadas, profusas de cuartelaje, con águilas exployadas, bandas y fajas, cruces flordelisadas, osos empinantes. Te llama quizá la atención una calle, blanca de enjalbegadura, en la que se conjugan primorosamente la verdura de las plantas con la policromía de las flores que sobresalen de los patios y rebosan en los balcones. Y ¿no sabes? Tiene este nombre: Vergeles. Y es que, amigo, a veces existe una concordancia perfecta, una armonía estupenda, admirable, entre las cosas.
No se le perdonaría a la pluma esta omisión: "Combento de religiosas de Santa Clara", rótulo que en viejos caracteres, en muro blanco, lees al pasar. Entras y te sorprende muy gratamente el delicioso perfume a nardo y jazmín que hay en su iglesia, chiquita y dulce, de coro alto y bajo, con celosías, para monjas, y unos cuadros oscuros, patinosos, colgados de las paredes. Las imágenes de San Francisco y Santa Clara, en pequeño altar barroco, sumido a la sazón en suave penumbra, presidiendo este beaterio fundado por aquel "ángel de la contemplación y mártir de la penitencia", que fue sor María de Jesucristo(*).
(*) Hoy -me dicen- no es ya más que un palomarcico vacío, sin alas elevándose místicamente al cielo.
Y cuando has recorrido este pueblo apartado, recoleto, este pueblecito sencillo, con una iglesia de sabor arcaico, con un conventico pobre, con unas callejuelas empedradas y que tienen hierbajos adventicios en el borde de las aceras; este pueblecito de casas blancas, refulgentes, en las que resalta el verdor que asoma de los patios y el colorido de los geranios que adornan los balcones; este pueblecito por cuyos callejones extremos todavía afluyen, conducidas por unos magros y acerados labriegos, las mulitas que traen a lomos, terciados, los costales de las eras; esta población, en fin, en la que reina una paz densa, profunda, gozada al visitarla en la serenidad de una tarde de verano, entonces ha habido un momento en que has pensado, aunque no lo entiendas, que ha tenido que existir en su ambiente, alguna fuerza propulsora, alguna concordancia entre el practicismo rural y la férvida idealidad, en tanto cuanto han salido de aquí -¿cito nombres?- protomédicos de reyes, secretarios de emperadores, obispos, capitanes, oidores, protonotarios, provinciales y priores, integrantes de una antigua y extraña corriente vital, fatalmente sumida en la mar callada del tiempo.
FERNANDO PÉREZ MARQUÉS
POSTALES DE ANDAR EXTREMEÑO 2004
Artículos publicados en la década de los sesenta y recopilados en esta colección de Viajes a Extremadura del Plan de Fomento de la Lectura de Extremadura.
Artículo publicado en la web www.laparra.com.es